Un viaje en Metro
Hoy viajé en el tren subterráneo metropolitano, o Metro.
Hace dieciséis años comencé a utilizar este masivo medio de transporte. Y desde entonces lo que más admiro de él es la tremenda biodiversidad de seres humanos que uno puede llegar a conocer en uno de esos trenes celestes.
Al recordar esto, se vienen a mi mente imágenes de personas de todos colores, formas y texturas. Bebés, niños, adolescentes, adultos (de los jóvenes y de los otros) y ancianos se dan cita diariamente y a cualquier hora en estas cuncunas mecánicas.
La mayoría del tiempo he viajado solo en Metro. “Solo” queriendo decir sin nadie conocido. Porque andar solo en Metro es casi imposible. A menos que sea domingo en la tarde, y de preferencia verano.
Fue en un domingo como ese, hace unos años atrás, que me ocurrió algo en el Metro.
Me había comprometido a acompañar a un primo a comprarse ropa. A un mall, el único lugar con variedad de servicios una tarde de domingo veraniego. Pero nunca llegué.
Por esos años yo vivía en un sector de la comuna de Santiago. Y paradójicamente, a escasos pasos de una estación de Metro. Era por esta razón que tanto yo como mi familia utilizábamos este medio para movilizarnos por la ciudad.
El lugar adonde debía llegar estaba a sólo tres estaciones de distancia. Incluso atrasándome jamás tardaría más de veinte minutos. Pero nunca llegué.
Caminé por las desocupadas calles que separaban mi casa de la estación. Recuerdo perfectamente que era una tarde muy calurosa. Caminaba con la seguridad propia de alguien que sale de su hogar y confía inconscientemente en que volverá tal cual como salió. Yo salí a encontrarme con un primo, pero terminé encontrándome con una lección de vida.
Llegué a la estación. Compré mi boleto blanco con el logo “Metro” en él y una huincha electromagnética justo en el medio. Por primera vez el cajero de turno me deseaba un buen viaje. Lo encontré un gesto de cortesía. Luego lo recordaría como el gesto más irónico que me han dado en la vida.
Deposité el boleto en la ranura del torniquete. Acto seguido, éste me dejó pasar. Miré el reloj electrónico junto a la ranura y pensé que llegaría unos minutos antes a la cita con mi primo. Pero nunca llegué.
Bajé la escalera hacia el andén por donde pasaría en cualquier momento el tren con dirección norte. Era la única alma que esperaba que ocurriese algo en ese andén. Y cuando anhelaba ver a alguien en el andén de enfrente, me sentí aún más solo. A lo lejos escuché el inconfundible sonido del tren. Pocos segundos después se detenía para ofrecer su servicio. Se abrieron las puertas y pude confirmar la teoría del “Metro desocupado un domingo de verano por la tarde”.
Además del chofer, parecía ser el único ser humano que ocupaba algún lugar en ese monstruo mecánico. Las puertas se cerraron tras el tradicional timbre de advertencia. Comenzó a andar. Y no sé si sólo seré yo o todos quienes hemos andado alguna vez en Metro, pero llega un determinado momento en el viaje durante el cual no sabemos qué o hacia dónde mirar. Por mi parte yo miraba como siempre la publicidad que se encuentra en la parte superior de los carros. Universidades, productos comestibles, entre otros trataban de llamar la atención de los pasajeros, pero un domingo por la tarde y en pleno verano, no lograban su objetivo… a excepción, claro, de mí.
El tren se detuvo en la siguiente estación. Estaba a sólo dos estaciones de mi destino. Pero nunca llegué. Y fue por el hecho de haberse detenido en esa estación que este supuesto viaje de domingo veraniego por la tarde en Metro, jamás llegaría a su destino inicial.
La estación en cuestión era una de esas estaciones del Metro denominadas “de combinación” y que siempre son anunciadas por el chofer a través de los altoparlantes, para que así la gente que quizás viaja por primera vez o gente incapacitada o simplemente la gente que se burla de esa vocecita esté al tanto.
Fue aquí donde subió una mujer de unos treinta años aproximadamente junto a un niño de no más de diez. Ella vestía un vestido floreado de una pieza confeccionado con tela ligera, atuendo típico en la época estival. Era una mujer de rasgos tristes o de mucho trabajo. Uno acostumbra ver ese tipo de rasgos en cualquier individuo un viernes por la tarde cuando la jornada semanal de trabajo ya ha concluido, pero distinguirlos en una mujer un día domingo veraniego por la tarde y en el Metro, es algo muy curioso por decir lo menos. El niño, al contrario, era uno de esos niños mega-ultra-hiperactivos.
Sólo dos estaciones me separaban de mi destino. Pero todo transcurrió tan rápido que ya no me preocupé del destino.
La mujer, a quien luego identifiqué como la madre del niño, de pronto comenzó a sudar demasiado rápido, mientras el niño miraba fascinado por la ventanilla al exterior. Sólo unos treinta segundos después, la mujer yacía en el suelo totalmente inconsciente junto a los asientos color naranja del carro.
Lo único que recuerdo claramente fue el grito del niño: “¡Mamá!”
Fue un grito tan claro, tan fuerte, tan limpio y tan lleno de pánico que volteé en seguida. El pánico de aquel grito fue transmitido en forma inmediata a todo mi cuerpo. Lleno de pánico, atiné a correr junto al niño y junto a un cuerpo inerte de una mujer, que hace sólo un minuto se había subido con él, sólo con un gesto de agotamiento en su rostro.
Ahí me quedé en silencio. Pálido quizás. Lo único que hice fue acercar al niño a mis piernas para que siguiera llorando en ellas...
Las puertas se abrieron en la siguiente estación. No reaccioné. El llanto del niño sólo fue opacado por el timbre del cierre de puertas del carro. Seguimos andando a la siguiente y última estación. Éramos un niño desconsolado y muy asustado, el cuerpo de su madre muerta sorpresiva e inesperadamente y yo, un tipo que sólo había salido una tarde de domingo en verano a juntarse con un primo a comprar ropa.
Durante el último trayecto, pensé en muchas cosas. Principalmente en la muerte, claro está. Pero también pensé en la vida. En la vida de un niño que en menos de treinta segundos, se había quedado solo.
Se abrieron las puertas en la última estación tras escuchar el anuncio del chofer que indicaba que todos debían descender. Junto al niño, ignoramos todo eso.
El cuerpo muerto de una mujer fue hallado junto a un niño y un joven que lloraban en un
carro del Metro.
La muerte de la mujer fue atribuida a un infarto fulminante, herencia genética de su padre.
El niño hallado junto a la mujer, fue trasladado a un hogar de menores mantenido por el Estado. No se encontró a ningún familiar conocido.
El joven que lloraba pensando en la vida y la muerte, nunca llegó a reunirse con su primo para comprar ropa aquella tarde de domingo en verano.
Desde entonces, gracias a un fatídico viaje en Metro y el llanto desconsolado de un huérfano, comencé a ver la vida con otros ojos.
Cuando llegué a casa, tras todo lo que tuve que declarar a la policía y tras todo lo ocurrido, abracé muy fuerte a mi madre y le dije lo mucho que la quería.